La frase: “Una imagen dice más que mil palabras” es, sin duda, cosa del siglo pasado cuando las fotografías eran un tesoro impreso y con miras a ser preservado como reliquia familiar o histórica.
El día de hoy se deben de haber tomado millones de fotos en todo el mundo. De esas, un porcentaje altísimo no se va ni a ver, otras se van a compartir y muchas serán borradas sin preocupación alguna. El número de fotos en papel debe ser más bien, bajo; yo, por ejemplo, no he impreso una sola foto en meses y más allá del proyecto artístico para alguna pared, no creo hacerlo en un futuro próximo.
Cargamos nuestras fotos en una nube, almacenada quién sabe cómo, en quién sabe dónde y protegida por quién sabe quién. El acervo fotográfico de la humanidad debe ser insondable y cada día aumenta. Los programas de Software han progresado del almacenamiento, a la selección automática, ya es imposible para una persona ordenar y clasificar su material fotográfico sin dedicarle horas enteras.
A mí me cae muy bien Google y aunque no les haga comerciales, sí aprecio el enorme poder que tienen sobre nuestras vidas y cuánto las simplifica. La aplicación Google Photos me sugiere qué fotos seleccionar de todas las que tomo en un lugar, me propone filtros y arreglos, hace collages, animaciones y presentaciones; cada año me recuerda las fotos que tomé y me pregunta si quiero volverlas a ver y a compartir. De no ser por eso, la labor sería titánica y, al igual que las cajas de fotos, no las volvería a ver jamás y me tardaría mucho en encontrar una en específico.
Las fotos ya no reflejan el momento, ahora reflejan todos los momentos. Si antes se sacaba la cámara para ocasiones célebres, ahora se tiene lista de forma permanente y para mí los hallazgos son increíbles. Ahora sé que a la gente le importa mucho compartir fotos de lo que come y no es para presumir o quejarse, yo creo que es una forma de sentar a tu mesa a quienes estén lejos de ti. Lo mismo pasa con las compras y las posesiones, aunque ahí la noción de compartir sí puede estar más relacionada a la presunción y al estatus que a las ganas de convidar
A través de nuestro poder sobre la lente nos sentimos poseedores de la magia que antes se reservaba para algunos. Los niños pueden ahora tomar fotos y compartir su visión del mundo, los sitios noticiosos reciben y solicitan colaboraciones fotográficas en cada desastre natural o momento importante, ahora los videos tomados por testigos ayudan a resolver crímenes, a deslindar culpas, a rescatar gente perdida o simplemente a compartir la belleza o el horror que les rodea.
La narrativa de la humanidad se escribe en mega pixeles (Mpx). Eso no significa que hayan dejado de existir los fotógrafos, pero ahora el reto es distinto, ahora se trata de la modificación de la realidad. Hay un gran número de artistas dedicados a modificar las fotografías con ayuda del Photo Shop; los resultados son increíbles y la foto de una niña en su patio la pueden transformar en una niña en un mundo surrealista. La imagen debe contar algo más, no sólo lo que ve.
Quizás los románticos dirán que las fotos impresas valen más porque las podemos tener en nuestras manos, pero ahí es donde radica su fragilidad. Preservar el papel y la tinta no es cosa fácil, las fotografías mueren un poco cada que les da la luz, de algún modo nos las comemos con los ojos y el tiempo las tornará amarillas y como todo, también van a desaparecer. La finalidad de la fotografía digital es otra, de ella se espera que viaje por el cosmos y cuente de nosotros a otros mundos y seres, así supimos cómo se ve Plutón y así sabrán cómo fuimos aun después de haber desaparecido junto con el planeta. Ese contenido no va a estar censurado y ahí se podrá saber si nuestra civilización pudo sobrevivir a sí misma.