Asumir la responsabilidad debe inculcarse desde la infancia temprana de acuerdo con la etapa del desarrollo en la que los hijos se encuentren. Antes de los 6 años se empieza con situaciones simples: recoger los juguetes o evitar reponer todo lo que se haya dañado o roto a consecuencia de una acción directa del infante. Ojo, no se trata de regañarlo por haber roto algo, es solamente ir trabajando la causa y el efecto. Reponer un juguete roto por el niño o niña lo lleva a restarle valor al mismo y eso también es aprendizaje, el cual aplicará a otras situaciones en su vida cuando crezca.
¿Por qué nos cuesta tanto trabajo asumir las consecuencias de nuestros actos?
Durante siglos hemos asociado erróneamente las consecuencias con los castigos; en este punto me resulta imposible dejar fuera el papel de las religiones en la conciencia del bien Vs el mal y de la penitencia como formas de juzgar el comportamiento y de modificarlo.
¡Se lo tiene merecido!
Es un grito que todos hemos oído o proferido cuando existe un error, omisión o agravio cometido por una persona. No es de extrañar que, al intentar vivir bajo el parámetro del “bien”, todos salgamos raspados por el “mal”. ¿Qué hago entonces? Pues esconder el hecho, para no sufrir la penitencia o el castigo. “Yo no lo rompí, se cayó solo”, “Así estaba cuando llegué”, “No es cierto, ni iba tan rápido”, “Fue un accidente, sólo estábamos jugando”.
Detrás de esas excusas hay miedo, y ese miedo no nació solo, sino que nos fue inculcado con el ejemplo y la experiencia. Dicho aprendizaje nos viene desde la cuna, por eso inicié el texto con el ejemplo del infante.
Desde hace varias décadas, las escuelas han intentado cambiar el término del castigo por el de la consecuencia; de modo que si yo rompí algo debo reponerlo, si ofendí a alguien debo disculparme; esa es la penitencia apropiada, la que está desprovista del concepto de maldad. La maldad existe, pero esa obedece a otros procesos y en esos casos hablamos de un crimen, cuya consecuencia no siempre puede ser reparada en términos materiales o emocionales.
Los niños y niñas que son responsables del acoso en las escuelas y en los hogares, son infantes sin límites ni reglas, pertenecen a un desafortunado grupo de chicos que pueden tenerlo todo o que no tienen nada. En esos extremos se encuentra la mayor parte de los “bullies”. En mi experiencia profesional he tenido alumnos a quienes veo romper algo y negarlo de la manera más rotunda, lo cual convierte la labor de ayudarlos a asumir las consecuencias de sus actos en todo un reto.
En dichos casos lo mejor ha sido poner el ejemplo: aceptar mis errores, asumir las consecuencias de mis actos, disculparme, reflexionar en voz alta, cuestionar la validez de una excusa.
Como todo acto personal de salvamento de la humanidad, el ejemplo sólo afecta a un porcentaje muy pequeño del grupo, sin embargo, ese pequeño número de personas, así sea una sola, tendrá la posibilidad de replicar lo aprendido y de enseñar a otros.
Hay una calma inmensa después de haberse disculpado o haber reparado el daño causado. Las grietas se cierran en el afectado y en uno mismo, la autoestima se fortalece, la conciencia de ser mejor y de hacer mejor las cosas se impone sobre el evitar hacer algo o escudarse en culpar a alguien más.
Creo con firmeza en la capacidad de cada uno de lograr un cambio significativo en el entorno y no estoy hablando nada más de firmar peticiones en línea, lo cual logra cambios importantes, pero el efecto es muy lejano y cuesta trabajo identificarse con el triunfo o el fracaso del proyecto. La diferencia de hacerlo nosotros es vivir el efecto, sentir lo bien hecho y lo mal hecho en primera persona, ese aprendizaje es de las cosas más valiosas que puede uno enseñar a los demás.
¡Empieza por ti! y vive las consecuencias de las decisiones en tu actuar; vale la pena.