Mis hijas no hablan por teléfono más que en defensa propia; ambas son Millennials y durante muchos años luché por conseguir que usaran el teléfono para comunicarse con sus amigas en lugar de mandar los mensajes por el celular, que en ese entonces eran lentos, lentos. Huelga decir que perdí mi tiempo soberanamente.
Mi sorpresa no acabó ahí, en otra ocasión una de mis hijas se quejó de que su maestro de bachillerato había borrado muy rápido la tarea y no le había dado tiempo de tomarle foto. De ahí en adelante lo acepté todo: tareas en equipo por Facebook o Whatsapp, conversaciones entre ellas por Chat, estando ambas en la misma habitación, mandarme mensajes a mi celular preguntando qué había de comer, yo en la cocina y ellas en su recámara, e infinidad de otras situaciones que en su momento resultaban inverosímiles y ridículas.
Yo aprendí ese lenguaje y tengo el honor de estar incluida en todas sus redes sociales y de respetar lo que cada una escriba; por ejemplo, yo no reviso todo lo que publican ni critico sus decisiones al hacerlo. Y claro que les doy: “Me gusta” y uso el amplio espectro de emoticones y gif’s para expresar mi opinión.
Considero que, para ellas y el resto de sus compatriotas de generación, las cosas se sienten desde otros esquemas emocionales.
La mayoría de los adultos con los que he hablado del tema, consideran que los: “Me gusta” y demás artilugios de las redes sociales, carecen de valor real y no representan verdaderos compromisos emocionales. Yo creo que a todos nos atrae la idea de ser acreedores del reconocimiento de los demás y ante la cada vez más ardua labor de reunirse con la gente que a uno le importa, el recurso de hacerlo a través de redes sociales es excelente.
Debe haber casos en los que se hace de forma automática e incluso compulsiva, yo tengo contactos, de mi generación setentera, que comparten absolutamente todo, al grado que no dan espacio para otras publicaciones y mi muro se ve saturado de sus contenidos, no por nada se tiene la opción de ser amigo de alguien en redes, pero sólo acceder a su perfil de forma voluntaria (no darle follow).
Los Millennials saben darle valor a cada expresión cibernética de apoyo, aceptación y repudio. El impacto que tiene una difamación por estos medios y el ciberacoso, no dejan duda al respecto. Para un chico en estos tiempos, ver las dos palomitas azules en Whatsapp o Telegram, sin una respuesta es una grosería: “¡Me dejó en visto!”.
Estoy segura que saben cuáles de los “me gusta” son sinceros y cuáles son de relleno, ¿por qué no habrían de saberlo?, nosotros teníamos claro quién nos saludaba por compromiso y quién lo hacía con cariño; “más antes” bastaba sólo la mirada entre un chico y una chica en el parque para coquetear y sentirse halagado o rechazado.
La parte crucial de este asunto es que sus educadores y maestros pertenecemos a las generaciones anteriores y no se ha hecho el trabajo suficiente para ayudarlos a proteger su privacidad y respetar la de los demás. La reciente aparición de las policías cibernéticas pone de manifiesto el peligro al que se está expuesto por andar timando a la gente por medio del Internet.
Para mí es muy triste reconocer que quienes primero hicieron abuso de las redes sociales no fueron los Millennials, sino adultos que no perdieron la oportunidad de vender pornografía, traficar, difamar, discriminar y generar contenido basura (no puedo asegurar hasta que grado porque desconozco las estadísticas), pero entre más tiempo pasa, los niños y adolescentes empiezan a cuidar su espacio en redes y espero sepan frenar el fenómeno tan lamentable y reprobable de la difamación y exhibición no autorizada de contenido en redes.
Chicos, confío en ustedes y no se les olvide:
Hay que leer.